lunes, 23 de mayo de 2011

Collage






5 minutos en el balcón

Mediados de octubre del año 2135. Madrid. Tras el agotamiento del petróleo, el valor de los minerales combustibles procedentes de otros planetas,  como el Xiberio o la cristobalita, se ha disparado, ya que son necesarios para la fabricación de naves aeroespaciales y armas láser. Los residuos vertidos derivados de la utilización de estos combustibles han formado una capa en la atmósfera de gases radiactivos que potencian el calor del sol o del frío en su ausencia, incluyendo entre sus efectos tormentas de arena y lluvias ácidas. El ser humano debe adaptarse a un ambiente en el que se producen cambios extremos en la temperatura dentro de una misma área y en un periodo de tiempo relativamente corto.

Mi madre era una persona de lo más nostálgica. Solía contarme toda clase de anécdotas relacionadas con su pasado. Que si las travesías en el mar por aquí, que si sus noches en los Alpes por allá… Y yo, un pequeño y dependiente jovencito, la escuchaba con atención, sin respirar, sin cerrar la boca. Pero el momento crucial llegaba con las “historias térmicas”. Mamá había vivido en los años en los que Al Gore solo era un charlatán y no el nuevo mesías y existían polos más allá del Calipo de fresa. Tendríais que haberla escuchado, su capacidad para verbalizar sensaciones como el calor y el frío era sobrehumana. Me sentía Santa Teresa en una de sus visiones celestiales, y como le sucedió a ella, me tomaron por loco. Entraba en éxtasis, me convulsionaba. Al principio las convulsiones eran suaves, pero acabaron por tornarse volcánicas, por lo que mamá, aconsejada por un equipo de especialistas, decidió que lo mejor sería acabar con las jornadas de relatos. Aunque ¡ay! queridas historias térmicas, cuanto me acuerdo de vosotras…

Lunes, 8 de octubre de 2315. En un arrebato de osadía y melancolía ajena me incorporo de la cama, me deshago de las legañas y me despojo de mi second skin modelo Ac-15. Estoy desnudo, completamente desnudo. Harto de la temperatura estable. Harto del equilibrio artificial. Odio mi second skin. La  odio tanto que escupo sobre ella, así, a lo Billy the Kid frente a un sheriff viejo y corrupto, a lo Reagan ante el padre Karras. Quiero bochorno. Quiero heladas. Quiero salir al balcón. Estoy fuera. Unos transeúntes me señalan y se ríen. Borrachos. Nos son conscientes de la cárcel de microcápsulas en la que se encuentran confinados. Observo la calle y me pregunto si habrá alguien más en mi misma situación, pero algo detiene mis pensamientos, noto…noto algo. Un escalofrío recorre mi cuerpo, la piel se eriza, mis dientes castañean. ¡Tengo frío! ¡Tengo frío! Salto, lloro, río, me abrazo a las cortinas (necesito compartir este momento crucial con alguien o con lo que sea). La ventisca me riega de aguanieve y yo me empapo encantado. Pero a los pocos minutos, y tras sentir pellizcos en la piel, el aire se torna cada vez más caliente, mis extremidades comienzan a bombear, los labios me arden, el vendaval ha agotado sus anteriores existencias y ahora despide polvo. Cierro los ojos y me dejo  golpear. Esta vez no grito, me abandono hasta que la tormenta remite. No hay tiempo que perder, quiero más y no pienso quedarme con las ganas. Me voy a la calle, así tal cual, como mamá me trajo al mundo.